Monday, July 01, 2013

Rayuela 50 Años


Rayuela.
Por Alberto Amórtegui

Tendría 7 años cuando con los niños del vecindario trazábamos  en un piso de tierra los cuadros y los medio círculos por donde saltaríamos entre números jugando a la rayuela para conseguir el cielo.
 
En ese mismo momento Julio Cortázar también jugaba rayuela entre letras y capítulos, construyendo uno de los libros mas entrañables entre lo que he leído.

Seria muchos años después, cuando de la mano de una poeta llamada Isabel que tenia la magia de hacer  entre otras cosas de hacer revivir las mariposas amarillas que visitaban su pueblo, emprender el camino de Rayuela donde buscaría una maga que quizás tenia a mi lado. 
 
Llegar a Rayuela (la de Cortázar) fue la suma de muchos eventos, de la maestra Antonia, la que me enseño las vocales. La de mi hermano Raúl que me regalo mi primer libro, hasta la Profesora Rosa que en sus clases nos hacia acercarnos al pensamiento propio, a la filosofía y a la exploración de escritores del mundo.

Pero fue la dulce poeta, la que me presento la Arcadia y camino conmigo los vericuetos de la historia presentando personajes que se fueron haciendo entrañables y permanentes compañías en mi vagabundear.
 
Rayuela cumple 50 años, con su mágico poder en envolvernos en un juego, de permitirnos leerlo de muchas formas de tropezarnos sorpresivamente con el Gígligo, ese idioma creado por Cortázar y que quiero recordar en este apartado.
 
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
 
Feliz día Rayuel@s.

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